
Pablo tiene
poco pelo en la cabeza,
bolsas bajo los ojos como almendras:
a toda hora se ve cansado.
Tiene la piel dura como el cuero,
las manos torpes, gruesas de trabajar la tierra,
dos marcas en medio de la frente
dos líneas rojas que se le hacen
cuando le da rabia, desde niño,
y ahora
cuando ve el noticiero de las siete
los ojos cerrándose y le dice a nadie:
país de mierda
ahora sí nos llevó el putas
y siente un calor en medio de la frente.
Sus primos le decían
a usted lo miraron de chiquito.
Pablo tiene el cuerpo como un roble,
su objeto más preciado un sombrero,
cuando abraza a los amigos
aprieta demasiado.
Ester vive con Pablo,
vive también de la tierra,
cuida animales,
cree en el mal de ojo, dice no es otra cosa que
la envidia de los otros,
por eso a los niños cuando nacen
no hay que dejarlos ver mucho.
También es muy importante
anotar la hora y el punto:
catar su estrella,
seguirla todos los años.
Ester tiene paciencia en el teléfono:
pasa horas escuchando
los problemas de los otros.
Tiene una radio del 85
que pone mientras está el almuerzo,
sabe matar un animal de un golpe.
Lo que más le gusta:
sentada en el solar comer patilla.
Ester tiene algo dulce en el rostro,
la cara redonda,
sabe quién es hijo de quién:
cuando baja al pueblo
todos le cuentan sus secretos.
Pablo y Ester viven en los montes,
no tan lejos del mar.
Sus hijos se fueron a la ciudad,
no saben cuidar animales.
Pablo trabaja miércoles y viernes
pelando hojas de tabaco,
de regreso pasa por un bosque de guayacanes.
A veces recoge piedras con formas raras
que guarda en el bolsillo,
flores de manzanilla que le gustan a Ester,
cuando llega las pone en una botella de cerveza.
Los acompañan un rottweiler,
un gato que maúlla frente a la puerta:
al gato, no a él, dice Pablo, le hacen falta los hijos.
Ester madruga para hacer el café
lo cuela en una media negra,
todavía el sol no ha salido.
En la mañana Pablo descubre
bichos muertos frente a la puerta:
el primer día un colibrí pesado
como una naranja en la mano,
luego una serpiente, un ratón.
Ester le ve las líneas en medio de la frente, dice:
los trajo el gato de regalo,
lo está invitando a cazar:
él es un cazador.
Pablo no le cree, le parece
una mala señal, y ella insiste:
vive de noche, dice,
su vida no es como la nuestra.
En la tarde comen juntos en silencio,
el plato de Pablo entre sus piernas:
un bocado para él,
medio para el gato.
Pablo carga las hojas del tabaco
en los brazos como si fueran ruanas.
Conoce también el punto
en que se pueden cortar:
están pálidas, los bordes curvados,
la vena amarilla.
Desde hace un tiempo
siente un cambio pesado en el aire
que no sabe cómo explicar.
Por ejemplo,
cuando pasa por el pueblo en la noche,
cuando oye que las bestias
no logran descansar.
Mientras tanto, las tareas inmediatas:
lo llamé ayer, dice a su primer hijo
que le responde aló medio dormido:
¿qué hace, por qué no me contestó?
Una vez por semana,
Ester cuelga animales
de un gancho de metal
para que la sangre les escurra:
no siempre hay carne para comer.
Ve la sangre morada en el piso
y piensa
en lo que viene con un cambio de luna:
cuarto menguante plantas bajo tierra,
la yuca cosecharla con la nueva.
En algún lugar leyó: la luna se aleja
3,78 centímetros al año, la misma velocidad
a la que crecen las uñas.
Afuera los hijos de los vecinos
juegan a ver quién escupe más lejos.
A Pablo lo despierta de la siesta
el ruido de un helicóptero.
Sale al patio y ve papeles blancos
que caen como nieve del cielo:
“comanse las gallinas y los carneros
y gocen todo lo que puedan este año
porque no van a disfrutar mas”
Siente el calor entre los ojos.
Mejor ponerse a hacer algo,
dar vueltas a la casa,
recoger papeles.
El miedo se acomoda
como un gato en la garganta,
mejor hacer con ellos una bola,
tirarla al monte enfurecido.
La noche antes de que lleguen
Pablo no puede dormir:
sabe que algo va a pasar,
pero no está seguro qué.
Se levanta de noche,
Ester ronca en el quinto sueño,
busca en el cajón de la mesita,
desenrolla la tela que aún huele
a pelo de un animal de monte.
Apurado comprueba que en la caja de madera
Ester guarda:
una cadena,
una medalla,
unos sobres,
y, al fin, las escrituras.
Ya qué putas.
Coge la pala,
camina a campo abierto por la trocha,
veloz,
después silencio.
Apaga la linterna y piensa
mejor que nadie me vea.
Cuenta los pasos, cava un hueco
en el lugar exacto, y entierra.
Lo hace cuando todavía no amanece,
repite en su mente fueron trece
los pasos, trece,
uno y tres,
no es el mejor número,
mejor no decirle,
siempre es mejor no saber.
ACERCA DEL AUTOR

Tiene una maestría en escritura creativa de la Universidad de Nueva York. Actualmente vive en Ithaca, Nueva York, en donde cursa un doctorado en literatura y dicta clases.